Rusia ha decidido sacar de juego a FaceTime, de Apple, y a Snapchat, de Snap. 
Los dos servicios quedan bloqueados oficialmente con el argumento de que se usan para organizar actos terroristas, reclutar extremistas y montar estafas en línea. Sobre el papel suena a medida de seguridad; en la práctica encaja con una estrategia mucho más amplia: ir levantando un muro cada vez más alto entre la internet rusa y el resto del mundo, acelerada desde el inicio de la guerra en Ucrania en 2022.
No es el primer movimiento en esa dirección. Antes ya habían caído Facebook e Instagram, con Meta declarada organización extremista; X, el antiguo Twitter, vive bajo restricciones constantes; y TikTok funciona a medias, con contenido limitado y fuerte moderación. Con FaceTime y Snapchat, el foco ya no son solo los grandes escaparates públicos, sino la comunicación diaria: videollamadas con la familia, charlas con amigos que emigraron, grupos de estudio o de trabajo que dependían de estos canales.
El guion del gobierno se repite casi palabra por palabra: terrorismo, extremismo, protección de menores. La misma narrativa se utilizó contra la plataforma de juegos Roblox, acusada de promover violencia y de difundir supuesta propaganda LGBT dañina para el desarrollo espiritual y moral de los niños. Con categorías tan vagas, cualquier servicio extranjero, cifrado o reticente a entregar datos puede ser etiquetado como amenaza y apagado de un día para otro con un simple documento oficial.
Para los usuarios dentro del país, el resultado es un ecosistema digital que se va encogiendo. WhatsApp ha recibido avisos de posible prohibición total y varios protocolos de VPN muy populares dejan de funcionar justo cuando empiezan a extenderse. Al mismo tiempo, el Estado impulsa mensajerías locales y forks de apps conocidas, vistos por muchos como extensiones amigables de los servicios de seguridad. Se crea un entorno en el que la opción “segura” es la que mejor encaja con los intereses del Kremlin.
Quien quiere seguir conectado al exterior se ve obligado a jugar al gato y al ratón: probar nuevos VPN, saltar a protocolos como xray o vless, compartir recomendaciones en grupos cerrados, borrar historiales por si acaso. Circulan chistes sobre visitas de agentes “amables” que te ofrecen un trabajo en Siberia si instalas la app equivocada, pero detrás del humor hay preocupación real: perder acceso no solo a juegos y filtros, sino a la conversación con la familia que vive fuera, a medios internacionales y a una cultura digital que ya no llega por los canales oficiales.
Desde fuera, el bloqueo de FaceTime y Snapchat puede parecer simplemente otro episodio de un régimen autoritario más. Pero afecta a decenas de millones de personas y marca un precedente incómodo. Si basta invocar terrorismo o extremismo para tumbar una plataforma, mañana cualquier gobierno con tentaciones de control podrá señalar a un mensajero, a un juego en línea o a un servicio en la nube y silenciarlo en cuestión de horas. El caso ruso no habla solo de dos iconos que desaparecen de la pantalla del móvil; es una advertencia sobre lo frágil que puede ser la libertad de comunicación cuando la última palabra la tiene el poder político.