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Cuando Sega era un «taller de sudor»: así vivió Mark Cerny la era de Sonic en Tokio

por ytools
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«Sega era un taller de sudor». Así recuerda Mark Cerny, actual arquitecto de hardware de PlayStation, sus años en la oficina de Sega en Tokio a finales de los 80. Nada de nostalgia edulcorada ni de historias de camaradería perfecta: habla de jornadas interminables, equipos diminutos y una dirección obsesionada con sacar más juegos que Nintendo a cualquier precio.
Cuando Sega era un «taller de sudor»: así vivió Mark Cerny la era de Sonic en Tokio
Y, aun así, en medio de ese entorno de presión constante nacieron Sonic the Hedgehog, varios nombres legendarios del desarrollo japonés y una parte importante de la experiencia que Cerny luego se llevaría a Sony.

En el podcast My Perfect Console, Cerny deja claro el marco de lo que cuenta: se refiere específicamente a la segunda mitad de los 80 en la sede de Tokio. La industria estaba saliendo de la era Atari, cuando una sola persona podía programar un juego de principio a fin, pero tampoco existían aún los megaequipos de cientos de personas de la actualidad. En Sega el estándar era casi caricaturesco visto desde hoy: tres personas, tres meses, un cartucho listo para salir. Un programador – muchas veces el propio Cerny – , un diseñador y un artista. Y, de forma no escrita pero muy real, la expectativa de que gran parte de ese tiempo lo pasarían viviendo en la oficina.

El día a día se adaptó a esa lógica. En los escritorios había cepillos de dientes, camisetas de recambio y mantas; dormir en el sofá de la sala de reuniones o directamente en el suelo formaba parte de la rutina. Según Cerny, todo venía de la manera en que el entonces presidente de Sega, Hayao Nakayama, entendía el éxito de Nintendo. En lugar de preguntarse qué hacía especiales a los juegos de NES, se fijó en un número: el tamaño del catálogo. Si Nintendo tenía unas cuarenta propuestas, la respuesta de Sega sería tener ochenta. Para el Master System, la consigna era inundar el mercado, no refinar la oferta.

Visto en retrospectiva, Cerny cree que ese enfoque era un error de cálculo de libro. La historia de las consolas demuestra, dice, que el hardware se vende cuando existen dos o tres títulos que justifican por sí solos la compra del aparato. No hace falta una montaña de lanzamientos mediocres, sino un pequeño grupo de juegos absolutamente imprescindibles. Él mismo cita casos como Nintendogs y Brain Training en Nintendo DS, o el impacto de Wii Sports, Mario Kart y Smash Bros. en Wii: unos pocos nombres que bastaron para que millones de personas se lanzaran a por la consola, mientras centenares de juegos menores acababan olvidados en cubetas de saldo.

Dentro de Sega, sin embargo, la mentalidad de volumen seguía marcando el paso, y eso se traducía en un ciclo continuo de crunch. En los documentos de planificación podía figurar un proyecto como «tres personas durante diez meses», pero la realidad se parecía más a «cuatro personas y pico durante catorce meses», con el alcance creciendo y las noches en blanco multiplicándose. Entre bromas, los desarrolladores resumían la situación con chistes del tipo: gracias por venir, Simmons, pero para este juego solo necesitamos la mitad de ti. Detrás del chiste se escondía la sensación de estar siempre por detrás del calendario y siempre por debajo de las expectativas.

En medio de ese contexto nació una iniciativa interna que sonaba casi grandilocuente: el Million Seller Project. La idea era concentrar recursos en un juego con vocación de superventas, capaz de alcanzar el millón de copias. Por primera vez, al menos sobre el papel, un equipo tendría más tiempo, más libertad y un margen extra para pulir su trabajo. El candidato elegido fue Sonic the Hedgehog. Sobre el plan inicial seguía siendo un desarrollo relativamente pequeño, pero con más margen que el resto. Como suele ocurrir, la realidad volvió a superar el documento de diseño y el proyecto terminó necesitando más manos y más meses de los previstos.

El resultado es parte del imaginario colectivo de cualquiera que haya vivido la guerra de consolas de los 90. Sonic dio a Sega el icono que le faltaba para plantar cara a Mario: un héroe rápido, desafiante, con actitud casi punk que encajaba a la perfección con el espíritu del Mega Drive o Genesis. La campaña de marketing encontró por fin un rostro reconocible, un personaje que resumía en una imagen todo aquello que Sega quería proyectar. Entre la comunidad de fans todavía se discute qué juego clásico de Sonic es el mejor; muchos se quedan con Sonic 2 por su ritmo y su diseño de niveles, mientras el primer Sonic permanece como el más vendido gracias a su papel de título incluido en el pack de la consola.

Pero detrás de los números espectaculares había una realidad mucho menos glamurosa. Cerny recuerda que Yuji Naka, el principal responsable de Sonic, pasaba buena parte del tiempo escuchando broncas por los sobrecostes y los retrasos, incluso cuando estaba entregando justo lo que Sega necesitaba para sobrevivir. Según su testimonio, Naka cobraba en torno a treinta mil dólares anuales cuando el primer Sonic arrasó en el mercado. Aquel año recibió un «bonus del presidente» que prácticamente dobló la cifra hasta unos sesenta mil, pero seguía siendo poco para alguien que cargaba sobre sus hombros la franquicia estrella de la compañía. No es raro que, con el tiempo, los seguidores ironicen diciendo que, si Sega hubiera entendido realmente lo que tenía entre manos, quizá se habría estirado hasta subir el sueldo a la mítica barrera de los sesenta y cinco mil.

Llegó un momento en que Naka se cansó. La combinación de jornadas imposibles, presión constante, salario contenido y el contraste entre su responsabilidad y el trato que recibía terminó por agotar su paciencia. Rompió con la oficina japonesa y buscó aire en otros horizontes. Ese movimiento aparentemente interno tuvo consecuencias enormes: el desarrollo de Sonic 2 se desplazó en gran medida a Estados Unidos, y de aquel cambio de contexto nació la secuela que mucha gente sigue considerando la mejor entrega de la saga y uno de los plataformas en 2D más finos de la historia. Un ejemplo perfecto de cómo el agotamiento y la fuga de talento pueden alterar el rumbo de toda una franquicia.

Las memorias de Cerny sobre Sega no son, pese a todo, solo un catálogo de sufrimientos. Habla también con cariño de aquella «sala de cuarenta personas» en 1987, un espacio abarrotado de escritorios donde coincidían figuras que más tarde se convertirían en nombres de referencia. Allí estaba, por supuesto, el propio Naka, pero también Rieko Kodama, que años después firmaría joyas como Skies of Arcadia. Para muchos jugadores, ese RPG fue motivo suficiente para comprar un Dreamcast, incluso antes de contar el resto de ports de recreativa que Sega llevó a la consola. Cuesta imaginar, viendo viejas fotos de aquella oficina, que en esa planta coincidieran tantas carreras importantes a la vez.

No extraña que, en tono de broma, algunos comparen a la dirección de Sega de entonces con el propio Dr. Eggman: planes desmesurados, objetivos que rozaban lo imposible, mucha voz elevada y poco cuidado por la gente que sostenía los proyectos con sus horas extra. Años antes de que la palabra «crunch» se hiciera habitual en redes sociales y reportajes, Sega ya funcionaba sobre ese modelo de trabajo extremo, solo que con sprites de 16 bits en lugar de mundos abiertos fotorrealistas.

Para Cerny, aquella etapa se convirtió en un manual de lo que no se debe repetir. En 1991 volvió a Estados Unidos, colaboró desde allí en el desarrollo de Sonic 2 y, poco a poco, empezó una relación cada vez más estrecha con Sony. Con el tiempo terminó como uno de los grandes responsables del diseño de varias generaciones de PlayStation, influyendo tanto en la arquitectura de las máquinas como en la forma en que la marca se relaciona con los estudios. Según a quién se le pregunte, es el cerebro tranquilo que ayudó a definir la consola moderna o el «culpable» de que Sony decidiera lanzarse de lleno al negocio del hardware.

Lo que cuenta sobre aquella Sega que él califica como «taller de sudor» va más allá de la batallita curiosa de un veterano. Funciona como espejo de problemas que aún hoy persiguen al sector: ciclos de crunch normalizados, obsesión por el volumen de contenido en lugar de por la calidad, brechas enormes entre lo que generan los juegos y lo que reciben quienes los crean. Al mismo tiempo, resulta innegable que de aquel entorno tóxico salieron personajes, mundos y diseños que han marcado a varias generaciones de jugadores.

En una industria que empieza a hablar en serio de sindicatos, salud mental y modelos de producción sostenibles, las anécdotas de Cerny suenan a advertencia y a relato de origen a la vez. Sin ese Sega extenuante de Tokio quizá Sonic habría sido muy distinto, la rivalidad Sega contra Nintendo se recordaría de otra forma y la propia PlayStation no existiría tal como la conocemos. Buena parte de los cimientos de los videojuegos modernos se vertieron en aquellas noches sin dormir, en un piso abarrotado de desarrolladores jóvenes que intentaban sobrevivir al siguiente deadline.

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