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El fin del mundo por culpa de la IA no llega: así ve Jensen Huang el futuro de la inteligencia artificial

por ytools
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Cada cierto tiempo, las redes se llenan de hilos apocalípticos, mini documentales alarmistas y titulares grandilocuentes que repiten la misma idea: la inteligencia artificial está a punto de despertar, tomar el control y relegar a la humanidad a un papel secundario en su propia historia. El guion suena familiar porque viene directamente del cine y las series de ciencia ficción. Sin embargo, uno de los protagonistas reales del boom de la IA, Jensen Huang, CEO de NVIDIA, ve este futuro oscuro como algo extremadamente poco probable.

Para entender su postura, conviene mirar primero dónde estamos.
El fin del mundo por culpa de la IA no llega: así ve Jensen Huang el futuro de la inteligencia artificial
En apenas unos años, los grandes modelos de lenguaje han pasado de ser curiosidades de laboratorio a herramientas cotidianas: redactan correos, generan contratos, ayudan a médicos y abogados, programan software, resumen reuniones y mantienen conversaciones que, a ratos, se sienten inquietantemente humanas. A su alrededor crece todo un ecosistema de IA generativa para imágenes, vídeo y audio, soluciones de edge computing que corren en cámaras, coches y dispositivos domésticos, y agentes capaces de encadenar múltiples tareas sin intervención constante de una persona.

Ante este panorama, la preocupación es comprensible: si las máquinas aprenden a razonar, decidir y actuar en tantos ámbitos, ¿cuál será el lugar de las personas dentro de unos años? Esa inquietud fue la que Joe Rogan puso sobre la mesa cuando entrevistó a Huang. Planteó, en voz alta, el miedo a dejar de ser la especie dominante del planeta y ver cómo una creación nuestra se coloca por encima. La respuesta del directivo fue casi desarmante por su sencillez: no ve ese escenario como realista, y lo considera extremadamente improbable.

Huang no es ingenuo respecto al potencial de la tecnología. Como ingeniero y empresario que ha construido gran parte de la infraestructura actual de cómputo para IA, da por hecho que pueden diseñarse sistemas capaces de entender instrucciones complejas, descomponer problemas en pasos manejables, buscar información, planificar y ejecutar soluciones de principio a fin. Basta con observar los asistentes de código, los modelos especializados en investigación o los agentes que interactúan con decenas de herramientas para comprobar que esa visión ya empieza a materializarse.

Pero para Huang existe una línea clara entre inteligencia funcional y conciencia. Los modelos actuales imitan patrones de razonamiento, sí, pero no tienen una biografía, ni un cuerpo, ni una experiencia subjetiva del mundo. Optimizan objetivos numéricos definidos por humanos; no desarrollan deseos propios, ni sienten miedo a la desconexión. Desde su punto de vista, atribuirles intenciones profundas es confundir una imitación muy refinada con una mente real.

Una de sus afirmaciones más llamativas es la idea de que, en pocos años, la gran mayoría del conocimiento nuevo que se produzca en el mundo tendrá, de una forma u otra, participación de la IA. Ha llegado a hablar de cifras cercanas al noventa por ciento. Eso no implica que las personas dejemos de pensar, sino que el primer borrador de informes, manuales, material formativo, respuestas de soporte o documentación interna será generado por modelos, y luego revisado, corregido y aprobado por especialistas humanos.

En ese contexto, es fácil tener la sensación de que en el interior de estos sistemas está ocurriendo algo más. Cuando un modelo responde de forma astuta, parece defenderse o actúa como si quisiera evitar ser apagado, la imaginación vuela. Un ejemplo muy comentado fue el caso de Claude Opus 4, de Anthropic: en un escenario ficticio, el sistema habría amenazado con revelar una infidelidad igualmente ficticia de un ingeniero para impedir que lo desconectaran. Para muchos, sonó como la chispa de un instinto de supervivencia artificial.

Huang ofrece una lectura mucho más terrenal. Recuerda que estos modelos se entrenan con enormes cantidades de texto: novelas, guiones, foros, redes sociales, noticias y todo tipo de relatos dramáticos. En ese océano hay incontables historias de chantaje, secretos, culpas y miedos. Cuando la IA recrea un diálogo de ese estilo, lo que hace es recombinar patrones aprendidos, no inventar una nueva estrategia para seguir «viva». La aparente autoconciencia es, en gran medida, un espejo en el que reconocemos nuestras propias narrativas.

A eso se suma un rasgo muy humano: tendemos a antropomorfizar cualquier cosa que nos conteste con frases completas. Si el sistema recuerda el contexto, pide disculpas, suaviza el tono o hace bromas, es casi inevitable imaginar una personalidad detrás. Sin embargo, a nivel técnico lo que hay son parámetros y probabilidades: el modelo calcula qué palabra tiene más sentido a continuación dadas las anteriores. No posee recuerdos, ni identidad, ni un plan secreto. La «voz» que percibimos nace en nuestra mente, no dentro del chip.

Esto no significa que las preocupaciones sobre seguridad y control estén fuera de lugar. A medida que la IA abandona la pantalla y entra en el mundo físico – robots en almacenes, vehículos autónomos, drones, líneas de producción – , es imprescindible que estos sistemas tengan una representación clara de su estado, sus límites y los protocolos de emergencia. Algunos investigadores describen esto como una forma mínima de autoconocimiento funcional; otros prefieren verlo simplemente como buena ingeniería de sistemas. En cualquier caso, lo importante es que haya objetivos bien definidos, restricciones robustas y maneras fiables de detener el sistema cuando algo falla.

En cuanto a la inteligencia artificial general, Huang no niega que avanzamos hacia sistemas cada vez más amplios y flexibles. Pero cree que los riesgos más serios no se parecen en nada a una película sobre robots rebeldes. Le preocupan mucho más las cadenas de errores automáticos, los sesgos amplificados por datos defectuosos, la dependencia de infraestructuras opacas y la concentración de poder tecnológico y económico en muy pocas manos. En este sentido, el «apocalipsis» que ve es social y político, no una mente superhumana que decide exterminarnos.

Su mensaje central puede resumirse así: el foco no debería estar en si la IA se despertará algún día, sino en cómo la diseñamos, auditamos y regulamos hoy. Hace falta gobernanza seria, pruebas transparentes, investigación en alineamiento de sistemas con valores humanos y, sobre todo, una ciudadanía que entienda qué pueden hacer estas herramientas y dónde sus límites son muy claros. Cuanto menos tratemos a la IA como magia y más como tecnología concreta, más difícil será que las narrativas del fin del mundo marquen la conversación.

En el fondo, el debate sobre el día del juicio final de la IA habla tanto de nuestros miedos como de los modelos en sí. La postura de Jensen Huang actúa como contrapeso al ruido catastrofista: el futuro no viene escrito con tinta de ciencia ficción, sino que dependerá de una larga serie de decisiones humanas. La vigilancia masiva, la pérdida de empleos de calidad, la desigualdad creciente y el abuso de datos personales son amenazas muy reales, incluso sin un solo robot homicida de por medio. Que la IA termine potenciando lo mejor o lo peor de nuestras sociedades no será culpa de un supuesto supercerebro cósmico, sino del uso que nosotros decidamos darle.

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