En su último informe financiero en Reino Unido, Ubisoft ha vuelto a insistir en una idea que muchos jugadores rechazan de plano: según la compañía, cada vez “más juegos nuevos tienen dificultades para destacar” porque el público se está alejando del modelo tradicional de juego completo a precio alto. En su lectura, el jugador moderno ya no quiere pagar 60 o 70 euros por un título único, sino que prefiere suscripciones, juegos como servicio, free to play y plataformas en la nube. 
El mensaje hacia los inversores es claro: el problema no sería la calidad de sus productos, sino un cambio profundo en los hábitos de consumo.
En los documentos, Ubisoft define el viejo modelo como la compra puntual de un único juego completo, mientras que hoy, supuestamente, dominan las experiencias que acompañan al usuario durante años con temporadas, pases de batalla y catálogos tipo Netflix. A partir de ahí, el razonamiento es cómodo: si Star Wars Outlaws vende por debajo de lo esperado o si proyectos como XDefiant acaban enterrados, no es que hayan fallado como producto, es que el mercado ya no responde igual a los lanzamientos tradicionales.
Sin embargo, basta mirar lo que realmente ha marcado la conversación en los últimos años para que el discurso se tambalee. Los grandes fenómenos recientes han sido, precisamente, juegos completos y enfocados en la experiencia individual: Elden Ring, Baldur’s Gate 3, Marvel’s Spider-Man 2, Hades 2 o incluso producciones de escala media como Black Myth Wukong o Stellar Blade. Todos ellos demuestran lo mismo: cuando un juego llega pulido, con identidad propia y una visión clara, la gente está más que dispuesta a pagar el precio completo. No necesitan temporadas infinitas ni menús saturados de eventos; necesitan sentir que están comprando algo con alma.
A todo esto se le suma un contexto económico complicado. El precio estándar de muchos AAA se ha desplazado hacia los 70 u 80 euros, mientras el coste de vida sube y el tiempo libre baja. Jugadores que antes podían comprarse casi todo ahora tienen que elegir con lupa. Y si además esos juegos exigen 120 o 200 horas para “verlo todo”, la barrera de entrada se vuelve enorme. Cada vez es más frecuente escuchar el mismo resumen: uno o dos grandes títulos al año, y el resto se queda en la lista de deseados o se compra, con suerte, rebajado.
En ese escenario, el catálogo de Ubisoft queda especialmente expuesto. Durante años, la compañía ha afinado una fórmula que ya se ha convertido en chiste recurrente: mapa gigantesco, pero a menudo vacío; torres o puestos que desbloquean iconos; zonas que hay que “limpiar”; interminables coleccionables; y un bucle jugable casi calcado, envuelto en licencias diferentes. Da igual si el logo pone Assassin’s Creed, Far Cry o una nueva marca: demasiados jugadores sienten que están repitiendo la misma rutina con otro disfraz. Pagar 70 euros otra vez por esa sensación de déjà vu es, simplemente, una venta difícil.
La confianza se ha erosionado también por la manera en que buena parte de la industria ha gestionado sus lanzamientos. Títulos que salen llenos de bugs, parches gigantes las primeras semanas, DLC anunciados antes de que el juego funcione bien, micropagos agresivos, pases de temporada y cosméticos carísimos encima del precio inicial. Durante décadas, el público pagaba el precio completo porque asumía que, al hacerlo, recibía un producto cerrado y sólido. Esa confianza se ha ido rompiendo poco a poco, y ahora muchos jugadores esperan, desconfían o directamente se saltan la compra de salida.
Assassin’s Creed es un buen termómetro de todo esto. Los primeros juegos se ganaron al público con historias claras, conspiraciones, dramatismo y un ritmo cuidado; para muchos, Assassin’s Creed II sigue siendo el punto más alto de la saga. Con el tiempo, la fórmula se fue abriendo hacia mundos enormes, toques de RPG, árboles de habilidades, loot y cientos de misiones secundarias. Una parte de la comunidad disfruta esa escala; otra siente que la esencia – el relato, los personajes, la sensación de ser un asesino en una época concreta – quedó diluida en un océano de tareas repetitivas. Que Ubisoft haya tenido que frenar la cadena de producción, retrasar proyectos y darle más tiempo a Assassin’s Creed Shadows es una señal de que el ritmo de fábrica ya no funciona como antes.
La afirmación de que “la gente juega a menos juegos” también suena, como mínimo, incompleta. Lo que sí se ve es un jugador más selectivo y un panorama mucho más diverso. Estudios independientes y equipos de tamaño medio están encontrando hueco con propuestas muy concretas y con carácter propio. Plataformas digitales, acceso anticipado, streamers y redes sociales facilitan que un juego con buena reputación corra como la pólvora, incluso sin presupuesto de marketing masivo. Muchos jugadores activos no han abandonado el juego tradicional: han abandonado la idea de pagar a ciegas por cualquier superproducción con logo conocido.
La realidad es que no hay una sola forma “correcta” de hacer videojuegos. Hay quienes adoran un título multijugador al que vuelven cada noche, y hay quienes prefieren una campaña intensa de 25 o 35 horas que puedan terminar, comentar y guardar en la memoria. La comparación clásica con la salsa de pasta encaja bien: no existe una salsa perfecta para todo el mundo, sino muchas recetas para gustos diferentes. El error empieza cuando se intenta forzar todo proyecto, grande o pequeño, dentro del molde de un mundo abierto descomunal o de un servicio eterno solo porque encaja mejor en una hoja de cálculo.
El camino que muchos jugadores señalan a Ubisoft y a otros gigantes no es misterioso: menos cinismo, más oficio. Quieren juegos completos, bien acabados, sin la sensación de que el diseño gira alrededor de la tienda interna. Quieren lanzamientos estables desde el primer día, historias que se atrevan a algo más que al piloto automático y sistemas que no dependan de rellenar barras y coleccionar monedas virtuales. Cuando aparece un juego así, la gente paga. Lo ha hecho siempre. Lo que está cambiando no es el amor por el juego tradicional, sino la paciencia frente a productos genéricos, rotos y obsesionados con la monetización.
Ubisoft puede seguir defendiendo que el problema es que los jugadores compran menos juegos completos. Pero las carteras, y las listas de deseos, cuentan otra cosa: el público se ha cansado de pagar precios de lujo por experiencias que se sienten de segunda. Si la compañía quiere que Assassin’s Creed y sus nuevas franquicias vuelvan a ser sinónimo de “compra segura” y no de “más de lo mismo”, la solución pasa por algo tan viejo como la industria misma: hacer el mejor juego posible, terminarlo bien, respetar al jugador y dejar que la calidad hable por sí sola. Los modelos de negocio van y vienen; los buenos juegos se quedan.
1 comentario
Assassin’s Creed antes era historia y drama, ahora es limpiar iconos del mapa. Normal que muchos se bajen del barco